Hace una década, hablar de
periodismo de calidad sonaba a arrogancia displicente. En cierta manera, daba a entender que el periodismo se podía distinguir en dos categorías, el de calidad y el resto. Y quien hablaba, si era periodista, claramente no reconocía en “el resto”. Tal vez por eso la etiqueta no prosperó. O, tal vez, no lo hizo porque, en aquellos tiempos, sí existía claramente un fuerte corporativismo entre los periodistas al que no le convenía dibujar subdivisiones ni someterse mutuamente a pruebas de calidad. Corporativismo que, hoy en día y sea dicho de pasada, en una situación de vacas flacas y de precariedad laboral parece haber naufragado del todo.